viernes, 17 de abril de 2015

LA REPÚBLICA DE TRAPISONDA (relato publicado por petición popular)



LA REPÚBLICA DE TRAPISONDA

Existe —aunque usted no lo quiera creer—, en un lugar cualquiera del vasto universo, una pequeña isla llamada Trapisonda que alberga sobre su reducido territorio una nación denominada también República de Trapisonda (a la cual, además, le dicen el país de las maravillas, debido precisamente a todas las cuestiones insólitas que allí suelen suceder), y ciertamente, en dicho lugar, acontecen las cosas más ilógicas e inusitadas que se puedan llegar a concebir con los sentidos; sólo a modo de ejemplo: allí tienen por costumbres condecorar a grandes ladrones, corruptos de todas layas, desfalcadores del Estado y grandes evasores del fisco; y a éstos, en lugar de apresarlos y someterlos a la justicia, tal y como se estila en los países normales, muy por el contrario, en dicho lugar se les conceden, altísimos honores y rangos estatales que conllevan onerosos y consecuentes privilegios, los cuales incluyen, entre otros beneficios: vehículos de lujo, pasajes de viajes y pasaportes diplomáticos u oficiales para ellos y todos sus dichosos familiares.
Como ya vimos, ejemplos particulares, fabulosos y cuasi imaginarios, se podrían citar a montones, los cuales terminarían lloviendo a cántaros sobre nuestras cabezas y, obvio es que, nos turbarían de manera tremebunda. Mas, expongamos aquí, y sólo muy sucintamente, algunos de ellos: Como peccata minuta, en aquel fabuloso lugar si la Policía recupera un vehículo robado, no importando ni la marca ni el precio, ni si el dueño desea recuperarlo o no, ésta está en plena libertad de otorgar éste a uno cualquiera de sus miembros, más aún si éste es de alto rango, cual un valioso incentivo al invaluable servicio prestado por el agraciado agente a la susodicha República. 
En dicha extraordinaria sociedad, los supremos jueces del Supremo Tribunal de Justicia, a la vez que jueces, son partes, o sea, actúan como poder judicial y legislativo al mismo tiempo; pues, en tanto que la Constitución Nacional los declara sujetos al cambio periódico, que supone la saludable alternabilidad en el Poder, ellos, mediante propia y propicia resolución —dizque en aras de resguardar los inoperantes preceptos constitucionales que dicen defender—, se proclaman vitalicios y derogan (usando su supuesta sapiencia jurídica a conveniencia) cualquier ley o parte de ley que sea contraria a los sacros intereses del vitalicio y supremo tribunal por ellos constituido.
Es famosísimo el caso aquél de un trapisondista cualquiera que, gracias a la magia emanada de la política, había ascendido al rango consular y utilizando las influencias provenientes de su cargo se dedicó a traficar con ciudadanos chinos y, debido a semejante acción patriótica, fue, entonces, promovido por su pueblo al importante rango de legislador de la República. Muy emocionado, por el elevado reconocimiento del cual había sido objeto, aquel flamante congresista, dijo haber sido premiado por ser un hombre de fe, al sacro servicio de Dios, todo un santo pastor que predicaba Los Santísimos Evangelios. Y, muy a propósito de Dios —quién, aunque ciertamente lo usan y lo requeteusan en tales casos, nada tiene que ver con las diabluras aquí expuestas—, escudándose tras la fortaleza de las dogmáticas creencias e ingenuidad —que no es buena fe— de su gente, allá en Trapisonda, en el marco de algunas instituciones educativas (de carácter eclesiástico éstas) funcionan antros o paraísos sexuales en donde se permite la sodomización de niñas, niños y adolescentes de ambos sexos y nadie dice ni opina nada al respecto. Muy al contrario, éstas son abiertamente protegidas y patrocinadas por las autoridades de turno.
En aquel extraño país, en cierta ocasión y mientras que daba declaraciones a la prensa nacional, el primer magistrado de la nación, en momentos en que sus ciudadanos se desvivían por degustar huevos (plato que resulta ser gourmet en dicho terruño) le sugirió a éstos que quien quisiese comer un huevo que lo ponga. «¿Usted sabe lo difícil que es para una pobre gallina poner un huevo?; yo no lo pondría aunque me paguen», les dijo socarronamente. En tanto que, otro ciudadano, turbado por la situación de caos imperante en la nación, le expuso muy preocupado: «Señor presidente, haga algo, por favor, que la calle está muy dura» y, él, aún más sarcásticamente que antes, le espetó: «Pero si la calle está dura, no sea usted pendejo y súbase a la acera.»
Otro de los más brillantes líderes de Trapisonda, de color oscuro y procedencia humilde él, muy contradictoriamente, se ufanaba de ser tan negro como el color de la más negra de las noches, pero también de que sus numerosos amigos (extranjeros ellos en su gran mayoría) eran tan blancos como la más blanca de las leches, y, por si esto fuera poco, de ojos tan azules como el azul intenso del más límpidos de todos los cielos tropicales; tal era su mayor orgullo, señores, y es que, al parecer, en Trapisonda, nadie resulta ser más xenofóbico que el  propio xenofóbico.
Asimismo, un expresidente, nueva vez candidato al mismo cargo —del cual había sido echado dizque por mal administrador, temeroso, vacilante y hasta un poco raroso, juicio éste tan generalizado que todos terminaron tildándole de Come-solo—, fue nuevamente escogido con un abrumador 60% de los votos válidos emitidos en las muy democráticas elecciones de dicha trapisondiana nación (?).
Pero, espérese, no se vaya usted a ir tan de pronto, pues aún hay mucho más. En tiempos ulteriores, un tirano sediento de sangre y de venganza, colmado por una extraordinaria lujuria sexual, se apoderó de la dichosa Trapisonda, la gobernó a su libérrimo antojo por espacio de 31 largos años, convivió con casi todas sus mujeres y maniató de pies y manos a casi todos sus hombres, le cambió hasta el nombre a la capital del país y le impuso el suyo propio e instauró, sobre su sometido territorio, una suerte de dinastía tropical. Más aún, no muy conforme con haber hecho todo esto, también le impuso a Trapisonda un grupo de presidentes títeres, entre ellos uno al cual, sus aterrados ciudadanos, motejaban por lo bajo como El muñequito de papel. Y, tal señor, que luego, dizque por sus dilatados años de servicios políticos, fue proclamado por el honorable Congreso Nacional de la República de Trapisonda como Padre de la Democracia, se atrevió a confesar que tal era un país rico muy pobremente administrado y denunció además, en público discurso (quizás como para que le escuchara el presidente que le sucedía y, asimismo, como para que actuara judicialmente contra todo el gobierno saliente, menos contra él), que en su corruptísimo gobierno, a través del cohecho, se habían hecho 300 nuevos millonarios y que la corrupción allí era algo tan común y generalizado que tan sólo se detenía en la puerta de su propio despacho. Pero el entrante presidente de Trapisonda, un tal Manos de piedra él, dizque así llamado por lo duro y responsable que era, instauró de una buena vez y para siempre, como para que todos los trapisondistas pudiesen vivir en feliz y santa paz, la muy equitativa fórmula del Borrón y cuentas nuevas, y, sin dudas que, ésta fue la mejor obra llevada a cabo por su enlutecido gobierno, pues, la corrupción en éste fue tan amplia que hasta él mismo concluyó matándose.
Por tales motivos, y muchos otros más que no cabrían ni aquí ni en todas las páginas del mundo, enjundiosos pensadores que, muy preocupada y dedicadamente, han estudiado el extraño comportamiento conductual de la sociedad trapisondiana, la comparan, atinadamente, con la ridícula estampa de un loco de sexo masculino, despeinada, hedionda y desalborotada ella, que, a veces, se pone un viejo panty, que quizás fue de una de sus hermanas, y la cosa aquella que como hombre al fin porta (como quien no quiere la cosa) le cuelga por un lado, pero, como él no se da cuenta, ni mucho menos le importa lo que ocurre con su tan liberada cosa, continúa su marcha como si nada sucediera…
O tal vez, es ese mismo loco, que una u otras veces, se pone un desgastado vestido de mujer —que quizás fue de su mamá o encontró tirado por ahí, en un basurero cualquiera— y acontece que (al no tener nada abajo y como ya sabemos que él no se percata de nada ni de nadie ni tampoco le importa nada) se agacha muy descuidadamente y no sólo se le ve el refajo sino que, sin querer, pero queriendo, enseña el ojo del c... bueno, no hay porque rayo ser tan explícito, ya usted, más o menos, sabe o se imagina lo que muestra el bendito loco aquél…
Trapisonda es así, señores, tal y como arguyen dichos expertos, con relación a la actitud conductual asumida por el loco de marras; y es que —según sostienen esos duchos profesionales de la conducta—, de la forma en que actúe o marche la cabeza, de un ente o de una sociedad determinada, de manera similar actuará o marchará también el resto del cuerpo entero...
Así que, ¡salud, amigos trapisondianos, brindemos y roguemos a Dios porque y para que viva por siempre —así, del modo en que hoy tan felizmente discurre—, la única y sin igual República de Trapisonda!
Autor: Rodolfo de Jesús Cuevas©: 01/11/2004;
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