Existe —aunque usted no lo quiera creer—,
en un lugar cualquiera del vasto universo, una pequeña isla llamada Trapisonda que
alberga sobre su reducido territorio una nación denominada también República
de Trapisonda (a la cual, además, le dicen el país de las
maravillas, debido precisamente a todas las cuestiones insólitas que allí
suelen suceder), y ciertamente, en dicho lugar, acontecen las cosas más
ilógicas e inusitadas que se puedan llegar a concebir con los sentidos; sólo a
modo de ejemplo: allí tienen por costumbres condecorar a grandes ladrones,
corruptos de todas layas, desfalcadores del Estado y grandes evasores del
fisco; y a éstos, en lugar de apresarlos y someterlos a la justicia, tal y como
se estila en los países normales, muy por el contrario, en dicho lugar se les
conceden, altísimos honores y rangos estatales que conllevan onerosos y
consecuentes privilegios, los cuales incluyen, entre otros beneficios:
vehículos de lujo, pasajes de viajes y pasaportes diplomáticos u oficiales para
ellos y todos sus dichosos familiares.
Como ya vimos, ejemplos
particulares, fabulosos y cuasi imaginarios, se podrían citar a montones, los
cuales terminarían lloviendo a cántaros sobre nuestras cabezas y, obvio es que,
nos turbarían de manera tremebunda. Mas, expongamos aquí, y sólo muy
sucintamente, algunos de ellos: Como peccata minuta, en aquel
fabuloso lugar si la Policía recupera un vehículo robado, no importando ni la
marca ni el precio, ni si el dueño desea recuperarlo o no, ésta está en plena
libertad de otorgar éste a uno cualquiera de sus miembros, más aún si éste es
de alto rango, cual un valioso incentivo al invaluable servicio prestado por el
agraciado agente a la susodicha República.
En dicha extraordinaria sociedad,
los supremos jueces del Supremo Tribunal de Justicia, a la vez que jueces, son
partes, o sea, actúan como poder judicial y legislativo al mismo tiempo; pues,
en tanto que la Constitución Nacional los declara sujetos al
cambio periódico, que supone la saludable alternabilidad en el Poder, ellos,
mediante propia y propicia resolución —dizque en aras de resguardar los
inoperantes preceptos constitucionales que dicen defender—, se proclaman
vitalicios y derogan (usando su supuesta sapiencia jurídica a conveniencia)
cualquier ley o parte de ley que sea contraria a los sacros intereses del
vitalicio y supremo tribunal por ellos constituido.
Es famosísimo el caso aquél de
un trapisondista cualquiera que, gracias a la magia emanada de
la política, había ascendido al rango consular y utilizando las influencias
provenientes de su cargo se dedicó a traficar con ciudadanos chinos y, debido a
semejante acción patriótica, fue, entonces, promovido por su pueblo al
importante rango de legislador de la República. Muy emocionado, por el elevado
reconocimiento del cual había sido objeto, aquel flamante congresista, dijo
haber sido premiado por ser un hombre de fe, al sacro servicio de Dios, todo un
santo pastor que predicaba Los Santísimos Evangelios. Y, muy a
propósito de Dios —quién, aunque ciertamente lo usan y lo requeteusan en
tales casos, nada tiene que ver con las diabluras aquí expuestas—, escudándose
tras la fortaleza de las dogmáticas creencias e ingenuidad —que no es buena fe—
de su gente, allá en Trapisonda, en el marco de algunas
instituciones educativas (de carácter eclesiástico éstas) funcionan antros o
paraísos sexuales en donde se permite la sodomización de niñas, niños y
adolescentes de ambos sexos y nadie dice ni opina nada al respecto. Muy al
contrario, éstas son abiertamente protegidas y patrocinadas por las autoridades
de turno.
En aquel extraño país, en cierta
ocasión y mientras que daba declaraciones a la prensa nacional, el primer
magistrado de la nación, en momentos en que sus ciudadanos se desvivían por
degustar huevos (plato que resulta ser gourmet en dicho terruño) le sugirió a
éstos que quien quisiese comer un huevo que lo ponga. «¿Usted sabe lo difícil
que es para una pobre gallina poner un huevo?; yo no lo pondría aunque me
paguen», les dijo socarronamente. En tanto que, otro ciudadano, turbado por la
situación de caos imperante en la nación, le expuso muy preocupado: «Señor
presidente, haga algo, por favor, que la calle está muy dura» y, él, aún más
sarcásticamente que antes, le espetó: «Pero si la calle está dura, no sea usted
pendejo y súbase a la acera.»
Otro de los más brillantes líderes
de Trapisonda, de color oscuro y procedencia humilde él, muy
contradictoriamente, se ufanaba de ser tan negro como el color de la más negra
de las noches, pero también de que sus numerosos amigos (extranjeros ellos en
su gran mayoría) eran tan blancos como la más blanca de las leches, y, por si
esto fuera poco, de ojos tan azules como el azul intenso del más límpidos de
todos los cielos tropicales; tal era su mayor orgullo, señores, y es que, al
parecer, en Trapisonda, nadie resulta ser más xenofóbico que el
propio xenofóbico.
Asimismo, un expresidente, nueva vez
candidato al mismo cargo —del cual había sido echado dizque por mal
administrador, temeroso, vacilante y hasta un poco raroso, juicio
éste tan generalizado que todos terminaron tildándole de Come-solo—,
fue nuevamente escogido con un abrumador 60% de los votos válidos emitidos en
las muy democráticas elecciones de dicha trapisondiana nación
(?).
Pero, espérese, no se vaya usted a
ir tan de pronto, pues aún hay mucho más. En tiempos ulteriores, un tirano
sediento de sangre y de venganza, colmado por una extraordinaria lujuria
sexual, se apoderó de la dichosa Trapisonda, la gobernó a su
libérrimo antojo por espacio de 31 largos años, convivió con casi todas sus
mujeres y maniató de pies y manos a casi todos sus hombres, le cambió hasta el
nombre a la capital del país y le impuso el suyo propio e instauró, sobre su
sometido territorio, una suerte de dinastía tropical. Más aún, no muy conforme
con haber hecho todo esto, también le impuso a Trapisonda un
grupo de presidentes títeres, entre ellos uno al cual, sus aterrados
ciudadanos, motejaban por lo bajo como El muñequito de papel. Y,
tal señor, que luego, dizque por sus dilatados años de servicios políticos, fue
proclamado por el honorable Congreso Nacional de la República de
Trapisonda como Padre de la Democracia, se atrevió a
confesar que tal era un país rico muy pobremente administrado y
denunció además, en público discurso (quizás como para que le escuchara el
presidente que le sucedía y, asimismo, como para que actuara judicialmente contra
todo el gobierno saliente, menos contra él), que en su corruptísimo gobierno, a
través del cohecho, se habían hecho 300 nuevos millonarios y que la corrupción
allí era algo tan común y generalizado que tan sólo se detenía en la
puerta de su propio despacho. Pero el entrante presidente de Trapisonda,
un tal Manos de piedra él, dizque así llamado por lo duro y
responsable que era, instauró de una buena vez y para siempre, como para que
todos los trapisondistas pudiesen vivir en feliz y santa paz,
la muy equitativa fórmula del Borrón y cuentas nuevas, y, sin dudas
que, ésta fue la mejor obra llevada a cabo por su enlutecido gobierno,
pues, la corrupción en éste fue tan amplia que hasta él mismo concluyó matándose.
Por tales motivos, y muchos otros
más que no cabrían ni aquí ni en todas las páginas del mundo, enjundiosos
pensadores que, muy preocupada y dedicadamente, han estudiado el extraño
comportamiento conductual de la sociedad trapisondiana, la
comparan, atinadamente, con la ridícula estampa de un loco de sexo masculino,
despeinada, hedionda y desalborotada ella, que, a veces, se pone un viejo panty,
que quizás fue de una de sus hermanas, y la cosa aquella que como hombre
al fin porta (como quien no quiere la cosa) le cuelga por un lado, pero, como
él no se da cuenta, ni mucho menos le importa lo que ocurre con su tan liberada
cosa, continúa su marcha como si nada sucediera…
O tal vez, es ese mismo loco, que
una u otras veces, se pone un desgastado vestido de mujer —que quizás fue de su
mamá o encontró tirado por ahí, en un basurero cualquiera— y acontece que (al
no tener nada abajo y como ya sabemos que él no se percata de nada ni de nadie
ni tampoco le importa nada) se agacha muy descuidadamente y no sólo se le ve el refajo sino que, sin querer,
pero queriendo, enseña el ojo del c... bueno, no hay porque rayo ser tan
gráfico, ya usted, más o menos, sabe o se imagina lo que muestra el bendito
loco aquél…
Y Trapisonda es
así, señores, tal y como arguyen dichos expertos, con relación a la actitud
conductual asumida por el loco de marras; y es que —según sostienen esos duchos
profesionales de la conducta—, de la forma en que actúe o marche la cabeza, de
un ente o de una sociedad determinada, de manera similar actuará o marchará
también el resto del cuerpo entero...
Así que, ¡salud, amigos trapisondianos, brindemos y roguemos a
Dios porque y para que viva por siempre —así, del modo en que hoy tan
felizmente discurre—, la única y sin igual República de Trapisonda!
Autor: Rodolfo de Jesús Cuevas©: 01/11/2004
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