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Llegó la
Primavera y, con ella, la más bella estación del año, donde imperan las rosas y
las flores; y sucede que, en este espacio de tiempo, muchos seres nacidos en el
cálido trópico, enloquecemos con las inspiraciones de nuestras musas (ataviadas
con muy pocas ropas), las cuales nos guían a escribir poemas como el siguiente:
¿A
quienes tenemos aquí, en las imágenes? El señor maquillado y con su traje
orlado en oro, es nada más y nada menos que Rafael Leonidas Trujillo Molina y
la joven es su hija Angelita Trujillo (la que hoy llora por el reino perdido); Fue
Trujillo un dictador sangriento y totalitario, un verdadero criminal que
gobernó absolutoriamente en mi país —Rep. Dominicana— durante 31 largos años.
En tal lapsu, cometió, y cometieron sus apoyados funcionarios, amigos y
parientes, muchos abusos contra la empobrecida y sojuzgada población; aún así
muchos dominicanos cabezas huecas de hoy dicen anhelar su gobierno. A
continuación, leamos un breve relato inspirado en sucesos acaecidos en su tan
ominosa era.
LOS TRES DERECHOS FUNDAMENTALES
Juan Refrán,
preocupado por ayudar a sus familiares con la obtención del sustento diario se
dedicaba a limpiar zapatos, a hacer mandados, a vender cualquier tipo de
chuchería que le mandasen y hasta a acarrear aguas por unos pocos centavos.
Tenía apenas diez años de edad y ya percibía la inmensa degradación social que
corroía al país en aquellos tan difíciles momentos políticos.
Discurría el 1960 y, con tal año la tercera década
de mando del tirano y los sectores pobres del país, atravesaban, en cuanto a lo
económico se refiere, una dura etapa de carestía y estrechez; mucho achacaban
el origen de aquel horrible momento financiero a la situación de lujo y de
dispendio que se verificó en la nació en aquel momento en que el megalómano
dictador decidió —en 1955— celebrar la mal llamada “Feria de la Paz y Confraternidad del Mundo
Libre”. En tal virtud, sostenía un ciudadano: «Dispués de eso la piña se puso
agria, bien agria». En tanto que otro le corregía: «No, compay. No es que ‘taba
agria, es que, de allí en adelante, ni siquiera hubo piña». Un tercero añadía:
«Imagínense ustedes, si sólo en el traje y los ornamentos de la hija del
tirano, coronada como reina de la “Feria” con el nombre de “Angelita I”, se
fueron 155,000 dólares». Y un cuarto se atrevía a preguntar: «Y, ¿cuánto habrá
costado el traje bordao en oro del Perínclito...?»
Ay de que, en medio de aquella situación de crisis
política, social y económica en que vivía el país, los servicios de
inteligencia de Trujillo se enteraran de que estos infelices opinaban que la
cosa, en su régimen, estaba mala, bien mala.
Juan, entre la hilaridad y la tristeza, recordaba
aquel día en que su progenitor, don Cristino Vilorio, fue arrestado por la:
“Guardia Trujilloniana”, porque no tenía en exhibición, en la humilde salita de
su casucha de La Cienaga, el consabido retrato del Dictador y aquella
desmoralizante plaquita en que rezaba: “En esta casa: Trujillo es el Jefe”. El
padre de familia, al ser interrogado por el comandante del destacamento sobre
el porqué no loaba al Jefe en su hogar contestó: «Es que yo apenas soy un
chiripero, por tanto, no poseo trabajo, ni oficial ni privado, ni dinero con
que adquirir tales cosas». Pero el dinero sí que apareció, pues la única
exigencia del teniente jefe de puesto para liberar a Cristino fue: «¡Ah!, po’
tá bien!; este ciudadano no me sale libre mientras que los familiares no compren
tales artículos y vengan aquí y me los
presenten...»
Y así fue, los familiares del detenido —o sea, Ana
virgen Gómez y sus hijos—, tuvieron que reunir los 100 pesos necesarios,
presentarse luego a las oficinas del Partido Dominicano, sita en el malecón, a
comprar los objetos exigidos y, por último, volver al destacamento militar a
presentárselos al teniente, quien al liberarlo les dijo: «¡Óiganme bien to’
ustedes!, aquí, to’ el que ‘tá vivo debe venerar al Jefe o se jode».
Cien pesos en
aquel entonces era mucho dinero, motivo por el cual, esa familia de chiripero
quedó prácticamente arruinada. Y ésa era la razón por la cual Juan Refrán se
dedicaba ahora a la venta de periódicos y revistas; pero, en tal negocio, no le
iba nada bien, ya que, bajo aquel régimen tan férreo, los medios de expresión
los cerraban “por cualquier quítame esta paja”. En tal virtud, recordaba
aquella ocasión en que uno de los más populosos diarios de la nación publicó
erróneamente un titular que rezaba: “En un nuevo aniversario del nacimiento de
Trujillo: Personalidades, funcionarios, profesores y estudiantes colocan flores
en su tumba”, por querer decir: “En su busto”. En tanto que otro, tratando de
loar al tirano, estampó en su titular: “Trujillo, poco a poco, se convierte en
el nuevo Atila del Caribe”, por querer decir: “En el nuevo Atlas del Caribe”.
En ambos casos, ya podrá el lector imaginarse cuales fueron las fatales
consecuencias sufridas por periódicos, periodistas y hasta canillitas1; pues, al estar cerrado los primeros,
los segundos, estaban presos o huyendo y, los terceros, pasaban hambre porque
no tenían nada que vender.
Siendo así,
el adolescente coligió que, en tal país, no se podía vivir de ser ni periodista
ni canillita; pues, aunque se supone que la libertad de expresión es
consustancial a las actividades del ser humano, este teorema allí no se
cumplía... De ahí que, Juan Refrán, más adelante en el tiempo y el espacio,
justificara tal proceder razonando muy sabiamente: «Es que, en tal época, en
nuestro país, al ser humano tan sólo se le reconocían tres derechos
fundamentales: Ver, oír y callar».
Dedico este
breve homenaje a todas mis parientas y amigas (que son muchas), muy en especial
a las mujeres de mi familia, a aquellas divas que han compartido un breve
espacio de su vida conmigo y a todas las que me acompañan en esta aventura bloguera.
A todas ellas, por el enorme cariño que me profesan o me han profesado en su
momento, gracias del alma y felicidades.
¡QUÉ VIVAN LAS REINAS!
El 8 de marzo es el día dedicado universalmente a
ese ser que, por derecho natural, constituye la mitad del mundo y es regente
absoluto de la otra mitad: la mujer; pues, éstas, cuando no son madres, son
novias, esposas, amantes, hermanas, primas, sobrinas, hijas o amigas. Ningún
ser nacido sobre la faz de la tierra es tan o más importante que éste, ya que,
tal, compone en sí el fundamento de la vida, pues es la copa en que descansa la
continuidad de la especie humana y, por ende, el ente formador de la humanidad.
Desde aquel
momento en que Lisístrata (la que disuelve los ejércitos) impuso la paz —a su
muy peculiar manera, acompañada por mujeres como Cleónica, Mirrina y Lampitó—
entre los hombres de las polis o ciudades-Estados griegas, se viene
acrecentando el pacífico poder de la mujer. Un ejemplo de esto es Hypatia de
Alejandría (370 d.C.), la primera mujer científica reconocida por la historia,
es ella una muestra fehaciente de ese progresivo poder. Sus conocimientos eran
sorprendentes, fue cuidadosamente educada por su padre el filósofo y matemático
Teón de Alejandría (administrador del Museo del emperador Tolomeo), quién al
verla tan bella y tan sabia, se ufanaba de haber “creado” en ella “un ser
humano perfecto”. Fue la continuadora de la escuela “Neoplatónica” y, al igual que su padre, administradora del
Museo de Tolomeo (400 d.C.). Era tan apegada al conocimiento que se negó a
casarse, para poder así dedicarse por entero al cultivo de su mente y de su
cuerpo; haciéndolo tan bien que llegó a simbolizar el conocimiento científico,
aquél que los primeros cristianos identificaron con el paganismo. Para colmo,
era amiga de Oreste (un ex alumno de ella que alcanzó la prefectura romana de
Alejandría) y éste, a su vez, era rival de Cirilo (más tarde San Cirilo), el
patriarca cristiano de Alejandría, quien la instó a convertirse al cristianismo
y a renegar de todos los conocimientos adquiridos y de su amistad con su rival,
el prefecto; ella, se negó a traicionar así sus principios e ideas, lo cual
molestó mucho al líder cristiano (que en la época era una especie de sumo
pontífice) y, alrededor del 430 d.C., fue acusada de conspiración contra él,
motivo por el cual fue interceptada por una turba, mientras se desplazaba hacia
su casa en un carruaje, la golpearon y arrastraron por toda la ciudad; más
luego la desnudaron y la descuartizaron con conchas marinas y fueron sus restos
paseados por toda la ciudad alejandrina —en señal del triunfo cristiano sobre
la herejía— hasta llegar al Ciraneo (supuesto crematorio) donde los
incineraron.
Llovería mucho para poder llegar al marzo del 1857 en que se quemaron las
obreras en Nueva York (Clara, Elisa y sus 146 compañeras de fábrica, durante
una huelga en que demandaban horarios justos y mejoras saláriales), hasta caer
al 1908 cuando 15,000 obreras neoyorquinas (también un 8 marzo) marcharon por
las calles de tal urbe estadounidenses al grito de “¡Pan y rosas!”; finalmente en 1910, durante un Congreso
Internacional de Mujeres Socialistas celebrado en Dinamarca, la alemana Clara
Zetkin propuso que se estableciera
el 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer, en claro homenaje a todas
aquellas que llevaron adelante las primeras acciones de mujeres que, en función
de activistas, luchadoras y trabajadoras, se organizaron contra la explotación
política, religiosa, capitalista e invocaron la igualdad de género.
Ahora bien, siendo las mujeres
las indiscutibles reinas del universo, el sexo débil que siempre se torna
fuerte, la mitad del mundo que es dueña absoluta de la otra mitad, yo no
comprendo por qué las de mi país, Rep. Dominicana, se conforman con tan sólo un
ministerio de Estado (Ministerio de la Mujer) y un pírrico porcentaje de
puestos gubernamentales, congresuales y municipales, cuando —por derecho
divino, natural, humano y hasta cívico—, les corresponde un 50 % en igualdad de
condiciones.
Para finalizar, desde aquí, yo,
Rodolfo Cuevas B., un ser que siempre me he pronunciado contrario al abuso de
la ablación y la trata de blancas (en especial la que afecta a las mujeres) y
otras arbitrariedades en contra de las
féminas, brindo por todas las Lisístrata, las Hypatia, Las Celia y Elisa, las
Clara Zetkin y las Patria, Minerva y María Teresa Mirabal (éstas inspiraron e
hicieron posible la caída de la sangrienta satrapía de Trujillo en mi nación)
que han existido y aún existen en el mundo; y elevo alto, muy alto, mi copa y
pregono a todo pulmón: «¡Qué vivan por siempre y para siempre las auténticas
soberanas del universo: las mujeres! Felicidades reinas».
Amigos y amigas, mis saludos,
le sugiero agarrarse bien de sus asientos, pues este relato podría impactarle
sus almas. Sucede que la señora Angelita Trujillo —hija menor del déspota
dominicano que, atento a maldades, hizo tan tristemente célebre tal
patronímico— recién ha publicado un memorial; y ésta, quien, en realidad, fue o
es tan criminal como los fueron sus padres, sus hermanos, sus tíos, su ex
esposo y sus amigos trujillistas, trata allí de beatificar, sacralizar y hasta
liberar de culpas a sus criminales parientes y relacionados; mancillando, en
tan horrendo libraco —Trujillo, mi padre—, la honra de mártires y
héroes como las hermanas Mirabal Reyes, los ajusticiadores de Trujillo,
de personas de estaturas proceras y, por ende, de todo el pueblo dominicano.
Como sabemos que aquel que no conoce su historia, está condenado a
repetirla y en vista de que hoy se trata de dulcificar la imagen del Sátrapa
con aquella frase popular que sostiene que aquí lo que hace falta es un
Trujillo, yo ofrezco este breve relato (extraído de cientos de miles de
hechos reales) a la consideración del mundo, a fin de que juzguen sobre la
grandeza o la bajeza de este gran Criminal del Caribe y sus
ostentosas familia de buitres. Leed y juzgad, pues.
TRUJILLO: EL HEDOR DE LA MUERTE
Transcurrían las doce de la medianoche y, en el
paupérrimo sector de Gualey, a orilla del río Ozama, Cristina, una joven mujer
primeriza, con nueve mal contados meses de embarazo, había comenzado a romper
fuentes; en tanto que, Crescencio, su compañero consensual —quien no había
entendido jamás por qué las urgencias y las desgracias suelen asaltar al pobre
siempre al filo de la madrugada—, muy desesperado ante la inminencia del
suceso, optó por salir vestido con ropas de dormir en busca de la comadrona más
cercana. Para él, al igual que para su esposa, tal niño, era su primer vástago,
siendo ésta la razón fundamental por la cual, además de presuroso, corría
cargado de esperanzas.
Al ascender del hondón del caserío, cercado por los tupidos montes que
bordeaban las orillas del Ozama, hacia la ciudad —Ciudad Trujillo, les llamaban
entonces—, divisó una patrulla compuesta por seis militares. “Esa es la Guardia
de Trujillo”, se dijo para sí; mas, avanzó raudo y sin miedo; pues, convencido
hasta la médula de que “aquel que nada debe, nada teme”, de la fama
“justiciera” del “Jefe” y de lo sagrado de su misión, confiaba en que nada le
podía pasar.
«Quieto ahí, ciudadano», oyó gritar al sargento que
la comandaba. En tanto que, él, se detuvo e inquirió: «¿Dígame, sargento, en
que podemos servirle?» «Deme, rápido, “los tres golpes”, o sea, su cédula de
identificación personal, “la palmita” o carnet del Partido Dominicano y su
registro o credencial electoral», gruñó el suboficial. «Sargento, yo to’ eso lo tengo, pero en
casa; pues, sucede que mi mujer ta’ pariendo y, motivado por la urgencia, salí
sin ellos». «Pero... es ella la que está pariendo... no tú... animalazo...»,
masculló el militar. «Sí, lo sé, sargento; pero yo, para fines de un mejor
parto, voy en busca de una comadrona. Deme un chance, comando, por favor...»,
rogó el civil. «Sargento, no se deje usted engatusá de éste, que puede que él
sea uno de los peores enemigo del “Jefe”», instiló el cabo que, en la patrulla,
fungía de segundo al mando. «Pero... ¿y cómo rayo voy a ser yo uno de los
peores enemigo del “Perínclito”?», trató de justificarse Crescencio.
«Simplemente, mi mujer ‘tá pariendo y yo voy en busca de una comadrona...»
«¡Llévenselo», ordenó el sargento a tres de los soldados bajo su mando, «y
tránquenlo para fines de investigación y sometimiento, si ha lugar y si no, que
lo suelten, pues», concluyó sentenciando, cual juez de horca y cuchillo.
Crescencio, pasó una semana preso —bajo
investigación, tal y como ordenó el sargento— y caminaba ya hacia su morada,
presuroso y en libertad; “una libertad que tenía que agradecer al Jefe”, según
le indicaron los militares allá en el cuartel. Al llegar al populoso caserío de
Gualey, se enrumbó hacia su hogar y, en tanto que se desplazaba hacia allí,
advirtió que, luego de una semana enclaustrado, el mal olor que traía sobre su
cuerpo era inaudito e insoportable. “No me gustaría ofender ni a Cristina ni al
bebé, con esta fetidez que tengo encima”, discurrió para sí. Mas, al posarse en
el umbral de la empobrecida casita en que vivía, fue golpeado en sus fosas
nasales por un hedor mucho más inaudito e insoportable que el de su cuerpo de
reo de varios días sin lavar; allí, en el que fuera su propio lecho nupcial, su
concubina y su niño —que sí había alcanzado a nacer—, posado sobre sus pechos,
yacían, casi momificado ya, y unidos aún por el reseco cordón umbilical...
Fue entonces cuando él coligió que aquel terrible
hedor —mucho más inaudito e insoportable que el de su cuerpo de reo de una
semana sin asear— era el terrorífico efluvio de la muerte —sí, de la muerte de
su esposa, de su hijo, de su pueblo y de sí mismo— que Trujillo y sus
adláteres, tanto civiles como militares, habían esparcido, muy abusivamente y
durante 31 largos años, en un inacabable festín de la jauría, sobre la faz de
la República Dominicana.